jueves, 16 de abril de 2009

Inteliencia Emocional



Como toda conducta, es transmitida de padres a niños, sobre todo a partir de los modelos que el niño se crea. Tras diversos estudios se ha comprobado que los niños son capaces de captar los estados de ánimo de los adultos (en uno de estos se descubrió que los bebés son capaces de experimentar una clase de angustia empática, incluso antes de ser totalmente conscientes de su existencia. Goleman, 1996).


El conocimiento afectivo está muy relacionado con la madurez general, autonomía y la competencia social del niño.


LA INTELIGENCIA EMOCIONAL EN EL CONTEXTO FAMILIAR

La personalidad se desarrolla a raíz del proceso de socialización, en la que el niño asimila las actitudes, valores y costumbres de la sociedad. Y serán los padres los encargados principalmente de contribuir en esta labor, a través de su amor y cuidados, de la figura de identificación que son para los niños . Es decir, la vida familiar será la primera escuela de aprendizaje emocional.

Por otro lado, también van a influir en el mayor número de experiencias del niño, repercutiendo éstas en el desarrollo de su personalidad. De esta forma, al controlar la mayor parte de las experiencias de los niños, los padres contribuyen al desarrollo de la cognición social.

Partiendo del hecho de que como padres, son el principal modelo de imitación de sus hijos, lo ideal sería comenzar a entrenar y ejercitar su Inteligencia Emocional para que nuestros niños puedan adquirir esos hábitos.

La regla imperante en este sentido, tal y como dijeran M. J. Elías, S. B. Tobías y B. S. Friedlander (2000), es la siguiente: “Trate a sus hijos como le gustaría que les tratasen los demás”. Si analizamos esta regla podemos obtener 5 principios:

- Sea consciente de sus propios sentimientos y de los de los demás.
- Muestre empatía y comprenda los puntos de vista de los demás.
- Haga frente de forma positiva a los impulsos emocionales y de conducta y regúlelos.
- Plantéese objetivos positivos y trace planes para alcanzarlos.
- Utilice las dotes sociales positivas a la hora de manejar sus relaciones.

Observando estos principios, nos damos cuenta que nos encontramos delante de lo que son los cinco componentes básicos de la Inteligencia Emocional.

- Autoconocimiento emocional.
- Reconocimiento de emociones ajenas.
- Autocontrol emocional.
- Automotivación.
- Relaciones interpersonales.

Un estudió demostró los tres estilos de comportamiento más inadecuados por parte de sus padres son:

- Ignorar completamente los sentimientos de su hijo, pensando que los problemas de sus hijos son triviales y absurdos.
- El estilo laissez-faire. En este caso, los padres sí se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero no le dan soluciones emocionales alternativas, y piensan que cualquier forma de manejar esas emociones “inadecuadas”, es correcta (por ejemplo, pegándoles).
- Menospreciar o no respetar los sentimientos del niño (por ejemplo, prohibiéndole al niño que se enoje, ser severos si se irritan...).

Fomentar la autonomía en nuestros niños.


La independencia de los niños no comienza a partir de los tres o cuatro años, sino con la mentalidad de los padres que quieren que su hijo se vaya desarrollando pleno, que se sienta seguro de él mismo y que, por lo tanto, vaya enfrentado los retos según la edad que tenga.

La autonomía es desde siempre y debe fomentarse desde que son bebés. Si los padres andan cargando al bebé constantemente o la madre sale corriendo a ponerle el pecho para que se alimente cuando el niño acaba de comer, no estimulan su autonomía.
Si el niño está alimentado, cambiado y en un lugar seguro no es malo que lo deje llorar, pues “si dice siempre ‘pobrecito el niño’, ese niño no será independiente”, asegura la doctora Margarita Mendoza Burgos, psiquiatra infanto juvenil y general.
Los padres pueden potenciar todas estas capacidades y deben tenerlo en cuenta como algo importante en el legado que le proporcionan a su hijo. Cuando se hacen mayores no podemos exigirles de repente que sepan desenvolverse en las situaciones cotidianas si, desde que son pequeños, no les hemos dado esta oportunidad para ir progresando cada día.

Si les protegemos en exceso no aprenderán a protegerse ni conocerán el sentido del peligro. Hemos de darles pronto pequeñas responsabilidades como el cuidado y orden de sus juguetes, regar alguna planta, cuidar de alguna mascota...

Existe una clara línea divisoria entre el cariño que un niño puede y debe recibir de sus padres y la sobreprotección y atenciones excesivas. Aunque sea con el mejor propósito, estas actitudes convienen ser revisadas y cambiadas por otras que le beneficien más. Esto se consigue día a día, por ejemplo, dejándole comer solo, permitiendo que realice actividades que ya domina, dejando que busque formas para divertirse, admitiendo que elija algunas prendas para vestir o el postre, después de haber comido bien. Así le daremos la posibilidad de desarrollar su iniciativa. La libertad de oportunidad hace que un niño sienta que puede, que es capaz de controlar por sí mismo la situación

A medida que vaya haciéndose mayor se deberán tener en cuenta sus opiniones y deseos, para que le dé un valor a lo que desea o piensa.


Es importante dejarle la posibilidad de equivocarse, de ser independiente. No se deben resolver sus conflictos con otros niños o cada dificultad en alguna tarea, ya que se corre el riesgo de incapacitarle para enfrentarse a la vida por miedo a fracasar ante cualquier obstáculo. Dejemos que ensaye con cierta libertad y enseñémosle a aceptar la responsabilidad de los resultados. Al principio se le puede motivar alabando su esfuerzo y proporcionándole alternativas de solución, sin embargo ha de ser él quien decida cuál de ellas tendrá la mejor consecuencia.

Es mejor centrarse en realizar preguntas para dinamizar el pensamiento reflexivo y la elección de alternativas, antes que decirles automáticamente lo que deben hacer. Si el niño tiene una idea cada vez más clara de la situación y poco a poco se conoce a sí mismo tendrá mucho ganado. Hay que reforzar su esfuerzo por mejorar y hacerle saber las actuaciones concretas que ha hecho bien para darle seguridad en lo que hace, así cada vez tomará decisiones más adecuadas.
A primera vista este proceso puede parecer algo mecánico y difícil de enseñar. Sin embargo, si los niños aprenden a utilizarlo en el día a día ante problemas sencillos, llegarán a interiorizarlo y les servirá para tomar todo tipo de decisiones importantes.
Este proceso, por lo tanto, permite poner en juego estrategias para adaptarse cada vez mejor a los cambios y solventar situaciones difíciles. Acentúa que no existe una única manera de hacer las cosas y, si una no funciona, se puede volver a intentar de otra forma diferente. Este proceso para tomar decisiones exige tiempo de práctica, a la vez que una gran comunicación con los niños, para compartir con ellos aquello que más les preocupa.